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Dic

Videojuegos y software libre: ¿un amor imposible?

Cuando explico la historia del software libre, me gusta detenerme en 1998. Ese año, Oracle comenzó a ofrecer soporte comercial para Oracle Database en GNU/Linux; Netscape liberó el código de su navegador; Christine Peterson acuñó la expresión “open source”; y se filtraron los Halloween Papers, gracias a los cuales sabemos que la compañía de Bill Gates percibía el software libre como una amenaza significativa para su negocio. Los primeros sistemas operativos libres habían demostrado que era posible superar los productos de compañías como Microsoft sin restringir la libertad de los usuarios gracias al trabajo colaborativo, y el mundo empresarial empezó a mirar con buenos ojos el software libre y de código abierto.

Desde entonces, cada vez más organizaciones abrazan este modelo porque se han percatado de que desarrollar herramientas informáticas de manera colaborativa es más eficiente que hacerlo de manera competitiva. Pero hay un sector que se resiste a adoptar el software libre: el de los videojuegos.

¿Es inviable el desarrollo de videojuegos libres?

Aunque existen decenas de videojuegos libres –entre los cuales yo destacaría The Battle for Wesnoth, en el que participa Eric S. Raymond–, estos títulos son una excepción en un mercado dominado por el software privativo. Una característica de estos videojuegos es la dificultad para financiarlos, lo que conlleva que su desarrollo se base sobre todo en el trabajo voluntario, sea lento, no alcance la calidad gráfica demandada por la mayoría de los videojugadores y, en definitiva, no resulte atractivo para la industria.

Si la financiación de los videojuegos libres es problemática, la de las superproducciones no lo es menos. Recientemente, se ha abierto un intenso debate en el sector acerca de si las microtransacciones dentro de los juegos triple A son necesarias para financiar su coste de desarrollo, que se ha ido incrementando en los últimos años hasta alcanzar cifras superiores a los 200 millones de dólares en algunos casos.

Esta polémica está enfrentando a los jugadores –reacios a los micropagos, los DLC, las cajas de botín y el online de pago– con las grandes desarrolladoras, que argumentan que esas políticas son un mal necesario. El analista Evan Wingren ha sugerido que el precio de lanzamiento de estos juegos debería incrementarse por encima de los 60 dólares establecidos en la actualidad. La Comisión del Juego belga, por su parte, está investigando si las cajas de botín incluidas en muchos de estos títulos constituyen un tipo de apuesta.

Aunque una gran parte del presupuesto de un juego triple A se destina al marketing y al modelado, una solución que ayudaría a aumentar la rentabilidad de los videojuegos sin perjudicar a los usuarios sería el desarrollo colaborativo de las plataformas de desarrollo, en particular de los motores gráficos. El desarrollo colaborativo permitiría a sus impulsores beneficiarse de la retroalimentación de la comunidad, liderar el mercado de este tipo de soluciones y vender soporte. De hecho, los dos motores más populares en la actualidad –Unity y Unreal– han dado pasos en esta dirección, al igual que Keen Software House, que permite el acceso al código de VRAGE.

Sin embargo, ninguna de esas tres iniciativas es open source: aunque ofrecen acceso a una parte o a la totalidad del código fuente, utilizan licencias que restringen la libertad de ejecutarlo, estudiarlo, modificarlo y distribuirlo. Si queremos ejemplos de motores totalmente libres, tendremos que fijarnos en proyectos como Torque 3D, Ogre 3D, Adventure Game Studio y Blender Game Engine. Aunque el tiempo dirá si este tipo de soluciones se consolidará en la industria de videojuegos, de momento sabemos que la democratización de las plataformas de desarrollo está detrás del auge que los videojuegos independientes ha experimentado en la última década y que podría ayudar a reducir o contener el coste de las superproducciones.

La importancia del código abierto para la conservación de los videojuegos

Con independencia de la suerte que corra el desarrollo de videojuegos y motores gráficos open source, la liberación del código es un imperativo en el ámbito de la conservación de videojuegos.

Ya tuvimos ocasión de hablar de RetroPie, un sistema de emulación de videojuegos libre, y podríamos mencionar también Dioscuri, un emulador x86 desarrollado por instituciones holandesas. Estos proyectos nos permiten reproducir videojuegos antiguos que ya no son compatibles de forma nativa con el entorno de hardware y software actual.

Sin embargo, hay muchos casos en los que la emulación no basta para conservar un videojuego y es necesario que la desarrolladora libere el código. El trabajo de investigación Preserving Virtual Worlds, cuyos resultados están disponibles en línea, llamó la atención sobre la dificultad de preservar un mundo virtual como el que encontramos en los MMO (videojuegos multijugador online masivos) sin la implicación de los propietarios de los derechos.

Meridian 59: Community Edition es un ejemplo de cómo liberar el código de los videojuegos favorece la preservación de estos mundos virtuales abandonados. Este videojuego se lanzó a mediados de la década de los noventa y fue el primer MMO de rol en 3D del mercado. Cuando Near Death Studios anunció en enero de 2010 el cese de su actividad comercial, el juego pasó a manos de sus desarrolladores originales, Andrew y Chris Kirmse, que trabajaron en una versión libre y de código abierto. Ésta fue publicada en septiembre de 2012 bajo la licencia GPLv2 y a día de hoy cualquiera puede descargarse el cliente y jugar en un servidor mantenido por la comunidad.

Otros caso muy conocido es el de Doom, cuyo código fue liberado por id Software en 1997. Uno de los problemas de la versión liberada es que no incluye los efectos de sonido y la banda sonora originales, por cuestiones de copyright. Esto condujo a la la comunidad a crear Freedoom para ofrecer una experiencia de juego completa.

No debemos perder de vista que el código también es cultura. La mejor manera de favorecer su conservación a largo plazo es liberarlo para que la comunidad y las instituciones memorísticas (bibliotecas, archivos y museos) se hagan cargo de él.

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